El alistamiento

L´enrolement des troupes. Les Batailles des Médicis. 1614-20. Autor: Callot, Jacques. Grabado, 20,2 x 30,1 cm.Rijksmuseum, Ámsterdam

El alistamiento.

Hay que señalar que en esta época el ejército se caracterizaba por ser cosmopolita, solo casos particulares, como el de Suecia, eran la excepción. En las armas de la Monarquía Hispánica se integraban hombres de todas las posesiones de los Habsburgo, si bien no podemos dejar de lado a los procedentes de otros lugares muy dispersos.

El sistema establecido por la Monarquía Hispánica estuvo condicionado por la baja demografía castellana, y la incapacidad durante el siglo XVI de obtener todos los hombres necesarios para la guerra.

En efecto, no era nada fácil portar un arma. Resultaba escalofriante embarcarse en esas empresas que suponían perder la vida en cualquier momento. Estar en un campo de batalla no era nada fácil, eso hacía que las dificultades de reclutamiento no fuesen pocas. Aunque es cierto que el factor demográfico era el de más peso. Durante la década de los 70 del siglo XVI, no existieron problemas para conseguir los hombres necesarios, es en la segunda mitad de la década de 1580, cuando la disponibilidad de efectivos quedó totalmente agotada. Esta escasez podría deberse al estancamiento demográfico y a la bajada del nivel de vida.

La Monarquía Hispánica fue la primera administración que se enfrentó ante tantos enemigos a la vez, y controló un territorio tan extenso. Suponía un reto mayúsculo tener al completo todas las plazas, era una aspiración, pero a la vez una exigencia. De este modo, el reclutamiento se presentaba como una necesidad para dotar a la maquinaria militar de hombres con que luchar.

Los tercios tenían en origen que establecerse como fuerza militar permanente en Italia, aunque luego pasaron a cubrir gran parte de las necesidades de la Monarquía, Hispánica. De este cúmulo de circunstancias se derivó un nuevo sistema bélico, que ya no pasó por la leva forzosa, mayoritariamente, quedó integrado por voluntarios. Con ello se conseguía una profesionalización que convertía a los soldados en auténticas máquinas de batalla.

El sistema era muy razonable desde el punto de vista bélico y logístico. La mayoría de las tropas que llegaban hasta los Países Bajos procedían de Italia. Las guarniciones españolas situadas en la península italiana estaban instaladas en presidios, fortificaciones o castillos.    Cuando los soldados se marchaban a Flandes, quedaban vacantes que eran ocupadas por bisoños llegados de España. El sistema se retroalimentaba de soldados peninsulares.

Los múltiples escenarios de guerra que obligaban a una necesidad de hombres incesante, llevaron a desarrollar dos sistemas de reclutamiento. En primer lugar, estaba la comisión en que una autoridad central decidía a quien se había de conceder el privilegio de reclutar, redactaba la lista de las regiones, el tiempo que se podía tardar y el destino de las tropas. En esta lista se apuntaba el nombre de los reclutas que recibían una paga en ese mismo momento. Este sistema se caracterizaba por ser voluntario.

Hay que mencionar también la existencia del asiento, que se daba en lugares en los que el control estatal no era tan férreo, como en Italia, en los Países Bajos, o en las distintas naciones que engrosaban las posesiones de la Monarquía Hispánica. En este proceso, la corona tenía que contratar a un asentista que se encargaba de reclutar a la compañía y se comprometía a realizar este trabajo en un tiempo determinado.

Por último, no se puede dejar de mencionar la coacción. Existía una fuerza cultural, política, religiosa y educativa, que empujaba a los hombres al ejército, pero también existía una determinada coacción para que ejerciesen el oficio de las armas, sobre todo, en el caso de los que carecían de trabajo y estaban bien dotados físicamente. Con el modelo de asiento, el ejército no solo se nutría de españoles, lo que le dotaba de un importante carácter plurinacional. Eso se tradujo en que en el campo de batalla se uniesen gentes muy diversas, todas fieles a la corona. El asiento era el sistema más avanzado, pero requería también una administración muy desarrollada.

El procedimiento del asiento consistía en que el rey ordenaba una leva a un asentista, otorgándole una cantidad de dinero pactada , que incluía sus ganancias y las pagas previstas para los soldados del regimiento que se formaba. Eso generaba cuatro documentos, enviados desde España, firmados y sellados por el rey: la carta de nombramiento para el coronel que debía mandarlo; la lista de los cargos del regimiento, con sus correspondientes sueldos; las órdenes, que eran conocidas como «carta de artículos» y contenían los derechos y obligaciones de los soldados y una patente firmada por todas las autoridades que tuvieran competencias en el lugar donde se realizaba la recluta. Este sistema era el propio de los territorios imperiales. También existían las capitulaciones, que especificaban todos los aspectos sobre el reclutamiento: número de hombres, nacionalidad, duración del enganche... Por último, podía darse la patente en blanco, que dejaba pendiente el nombramiento de los oficiales. Eso hacía que los asentistas, a su conveniencia, pudieran nombrar a personas próximas a ellos para los altos cargos.

Ahora bien, si el asiento se centraba especialmente en los territorios de fuera de la Península. ¿Qué condicionantes existían para que la Corona aceptase estos soldados? ¿Por qué gentes de otras naciones se integraban en el ejército?

Las respuestas pueden ser muy variadas, se necesitaban hombres dispuestos a morir, sin importar su lugar de procedencia. Aunque también existía un carácter unificador: el uso de militares de todas las nacionalidades servía para estrechar lazos entre los pueblos, donde el elemento católico no podía faltar. Las naciones más propensas a enviar sus soldados a servir a otro rey eran Suiza y Alemania. Los piqueros de la primera y los lansquenetes de la segunda, eran los más numerosos en ese mundo mercenario. Ambas naciones acudían a la guerra con un fin comercial. A estos, pero en menor número, había que sumar italianos, borgoñones, escoceses, irlandeses, ingleses o húngaros, que tenían una motivación de carácter religioso, y durante mucho tiempo sirvieron como súbditos del rey y no como mercenarios. Resulta muy curiosa la existencia de prototipos asociados a los soldados de las determinadas naciones. Los tópicos aplicados a cada nación, formaban parte del propio ejército. Los italianos, por ejemplo, eran considerados indisciplinados por naturaleza, propensos a los altercados con las otras naciones del ejército y más útiles en el asalto de una ciudad o fortaleza que a la hora de establecerse en una formación para batallar. El orden en la batalla sí que era una característica propia de los alemanes, aunque también eran propensos a participar en motines y a provocar el terror entre la población civil. Por su parte, los españoles tenían entre sus virtudes la capacidad de resistencia. Cabe destacar el papel de los irlandeses, quienes se sentían muy ligados a España, especialmente por su condición católica. El reclutamiento de gentes procedentes de otras naciones también tuvo una serie de límites,existía una premisa básica para integrar a cualquier soldado en el ejército de la Monarquía Hispánica: su condición de católico. La religión no solo era un elemento indispensable de la organización social y política de los territorios de los Austrias, sino que también estaba muy ligada a la guerra. La defensa del catolicismo era una obligación para los monarcas, por ello se entiende que las armas de la monarquía fuesen solamente empuñadas por católicos.

Por último, una dificultad añadida se encontraba en la logística. No era nada sencillo el traslado de tropas y su mantenimiento. Se requería de una negociación con diversas partes, aspecto en el que los españoles se caracterizaron por ser realmente buenos. El problema esencial estaba en el agrupamiento de las unidades en el puerto, así como su transporte y posterior traslado al frente. Si este proceso se retrasaba podían producirse revueltas entre los soldados, que no estaban dispuestos a soportar condiciones deplorables.

Con este sistema organizativo, y ante tal cantidad de naciones, es importante aclarar que los españoles siempre jugaron el papel protagonista en los tercios. En todo momento exigían ocupar el lugar de privilegio en el despliegue del ejército, mantener los puestos que recibían los ataques frontales y acometer las principales misiones.

El reclutamiento voluntario pasaba, en primer lugar, por la necesidad del rey de enviar hombres para iniciar una nueva campaña. Él informaba a las autoridades civiles, eclesiásticas y regionales, de la empresa que se iba a iniciar y de los soldados que necesitaba.

Tras elaborar una serie de informes, se designaban las demarcaciones geográficas donde llevar a cabo el reclutamiento. De forma inmediata se nombraban comisarios que, junto a los capitanes, establecían los pueblos y ciudades en los que iniciar el alistamiento. Mientras, en cuanto se corría la voz de que se iba a producir un nuevo reclutamiento, una multitud de militares de relevancia se trasladaban a la corte para presentar sus hojas de servicio con la intención de comandar estas unidades. La documentación acreditaba sus méritos bélicos, que los estudiaba el Consejo de Guerra. Siempre había una cierta predilección por los naturales de la zona a reclutar. Así conseguían una aceptación mayor de la población y su conocimiento del lugar les facilitaba las cosas. Lo cierto es que todo el que estaba interesado en solicitar ese puesto de capitán, tenía que obtener la licencia de sus propios mandos militares, para poder viajar hasta la corte y presentar la documentación. Entre los papeles que mostraba existía siempre una cierta exageración, con la que se buscaba obtener el premio de liderar una compañía a toda costa. El capitán siempre debía de entregar la hoja de servicios, que explicaba lo que había hecho como soldado. Además, una fe de oficios, redactada por el oficial y con todo tipo de información acerca de los años y las compañías donde había servido. Por último, siempre era una buena ventaja añadir cartas de recomendación de sus jefes y de testigos de sus hazañas. Toda esa documentación, de forma conjunta, era el «memorial». Sobre los atributos que debía tener un capitán elegido por el Consejo de Guerra, se indicaba que el soldado debía llevar en el ejército varios años y «ser diestro porque se le encargan de ordinario cosas muy importantes y donde le sería cosa necesaria ser diestro, animoso y ágil». Debía ser un hombre muy experimentado, pues se encargaría de enseñar al resto de oficiales y soldados el arte de la milicia. También se buscaba que fuera firme en sus decisiones, pues la duda podía abatir al resto de la compañía. No podía rehusar cualquiera de las órdenes enviada por el maestre de campo o por el gobernador del territorio, aunque podía advertir de las dificultades que conllevaran la empresa encomendada. El capitán también debía de poseer fondos propios, ya que los nuevos alistados tenían que vestirse y armarse, de manera que, si ni el pagador ni las ciudades podrían ofrecerle ese dinero, lo adelantaba de su propio bolsillo. Finalmente, el capitán debía tener el suficiente juicio como para nombrar a sus mejores oficiales. En otros ejércitos modernos era común elegirlos entre la nobleza; en los tercios, al contrario, primaba un sistema de meritocracia, y destacaba el valor o la veteranía sobre la sangre o el dinero.

Transcurrido un breve tiempo dedicado al estudio de las propuestas, el Consejo de Guerra se entrevistaba con los aspirantes y los proponía al rey con una breve descripción de sus logros y virtudes, La costumbre era que el Consejo presentara varias solicitudes para que el soberano tuviera más posibilidades donde elegir. Solo se seleccionaban unos pocos afortunados. Eran los que obtenían la patente. El resto conseguían alguna ventaja, o una ayuda para ir tirando y continuar en la corte en busca de mejor ocasión en la que entregar sus memoriales.

Una vez elegidos, el monarca hacía entrega a los capitanes de diversos documentos. Entre ellos destacaban la conducta y la patente. El rey firmaba la patente, en la que se expresaba su nombramiento con la asignación de un determinado sueldo; luego le daba conducta, que era la orden escrita de levantar una compañía en algún lugar de sus posesiones. Entre la documentación recibía una instrucción y una orden. La primera tenía una vital importancia, porque en ella se indicaba el procedimiento para el reclutamiento, el distrito seleccionado y el número de reclutas necesarios. La orden también servía para confirmar el destino de la tropa reclutada y el plazo para conseguirla.

Con toda esta información, los capitanes se marchaban a la localidad o ciudad donde se iba a efectuar el reclutamiento. Una vez llegados, se reunía el cabildo de las ciudades, por orden de los propios corregidores, para dar comienzo a las gestiones del reclutamiento y nombrar a los comisarios de las compañías. Por su parte, el capitán nombraba a sus oficiales entre sus allegados y quienes considerara que habían realizado méritos suficientes para ostentar tales cargos. Se encargaba del nombramiento de un alférez, que tenía como misión todo lo relacionado con la bandera; un sargento, que debía de poner en orden a la compañía, y un tambor y pífanos, que se encargaban de tocar los instrumentos que anunciaban las marchas del ejército. El alférez era un cargo excepcional, en ausencia del capitán se encargaba de sus funciones. Su relación con las banderas era solo en el campo de batalla o en ocasiones de gala; en el resto de circunstancias, le correspondía al abanderado llevarlas. Tenía que ser un hombre con fuerza, pues tenía que levantarla de tal manera que todos la vieran. Cuando el alférez la portaba, en los descansos volvía a recaer la enseña sobre el abanderado, que bajo ningún concepto podía permitir que tocara el suelo, pues se consideraba una representación real y eso podía significar una auténtica ofensa. Cuando el alférez se encargaba exclusivamente de la bandera, los soldados debían seguirle con voluntad. Se consideraba que este puesto estaba reservado para los soldados más gallardos y valerosos, capaces de mover la bandera con una sola mano. Un rasgo muy particular es que debía ser español y profesar un gran respeto hacia el capitán. La bandera se confeccionaba al gusto del capitán, aunque siempre debía de tener como rasgo común el aspa de Borgoña en color rojo, representación de los Austrias y su patrón, San Andrés. Era el símbolo que representaba a cada tercio y a cada compañía, y el capitán podía añadir a su gusto otros elementos y colores en el fondo.

Los sargentos se encargaban de transmitir las órdenes que recibían de sus superiores. Especialmente, trataban de que los soldados tuvieran sus armas en perfecto estado, sin faltarles absolutamente de nada. Se ocupaban de que las centinelas estuvieran en orden y, si era necesario, de castigar a los soldados que no hubieran cumplido con su deber. Debía ser alguien capaz de escribir y contar. Además, tenía que buscar el afecto de sus soldados, por ello procuraba reservarles los mejores alojamientos y conferirles el mejor modo de vida.

Por supuesto, un papel fundamental lo jugaban los tambores y pífanos. Eran los instrumentos que servían para levantar Ion ánimos, pero, por encima de todo, su función era puramente practica, pues servían para transmitir órdenes que no podían pasar de boca en boca. Por ello, era necesario que aprendieran cada uno de los toques que se daban según las circunstancias: recoger, caminar, dar arma, responder, parar, echar bandos...

Les correspondía transmitir las órdenes en situaciones críticas por lo que muchas veces el éxito o fracaso de una jornada podía depender de ellos.

Una vez el capitán disponía de oficiales, tenía confeccionada la bandera, y había elegido aposento para él y sus segundos, ya estaba dispuesto para tocar el tambor y arbolar banderas. Es decir, instalar la bandera en un lugar público. Cogía la gran pieza de tela con la que se había confeccionado la bandera, la fijaba a una pica y se la entregaba al alférez. Comenzaba así la marcha hacia la ciudad o localidad señalada en la conducta. Entraban en al lugar a caballo, como si fueran una comitiva. En primer lugar, se situaba el alférez, que enarbolaba la bandera, después, el resto de oficiales, incluido el capitán. Todos marchaban al sonido de los tambores y pífanos, que anunciaban a la población la llegada del ejército del rey en busca de soldados para la guerra. El capitán se reunía con las autoridades locales, presentaba su conducta y una carta de Justicia, mandaba tocar los tambores, y proclamaba un bando que anunciaba el inicio del reclutamiento.


Una vez instaladas las unidades, y con el aspa de Borgoña ondeando en la puerta, comenzaba una labor de persuasión. En los mesones, tabernas y lugares públicos, los oficiales y soldados hablaban con los jóvenes locales sobre la fama y gloria que se adquiría en la milicia.    Les explicaban el mar de oportunidades que suponía integrarse en el ejército y las posibilidades de conseguir riquezas, que obtendrían con los botines. Contaban todos los hechos de armas que ellos habían protagonizado, las mieles del servicio en Italia, la vida cómoda de la guarnición, las mujeres de Flandes, la libertad y las aventuras que se podían vivir. Abrían todo un mundo de posibilidades a jovenzuelos que no tenían como ganarse el pan, que no querían acabar trabajando en un taller, al servicio de su padre o que se veían obligados a escapar de la justicia. Otras veces, para muchos hombres que tenían ansias de conocer el mundo, valía solo el afán de aventura.

Los motivos por las que un joven se alistaba en los tercios eran muy variados. Lo cierto es que muchos no necesitaban persuasión alguna, entendían que integrarse en ellos suponía un reto, una oportunidad y un modo de vida.

Acabado el reclutamiento en la ciudad principal, los capitanes y oficiales recorrían también el resto de poblaciones próximas, en busca de más hombres que alistar.

En el momento del alistamiento, los oficiales vestían sus mejores galas. Los jóvenes se presentaban en el lugar del reclutamiento, ante las autoridades militares, que recogían todos sus datos y lo incluían en la compañía. En la lista se apuntaba el nombre del soldado y, en la parte de atrás, se dejaba espacio para una breve descripción física que permitiera su identificación. Los soldados recibían una paga allí mismo, albergue gratis, comida diaria y, si tenían algo, le suerte, también un juego limpio de ropa. Como se ha dicho, la milicia podía ser muy beneficiosa, al menos en un primer momento.

Estas gratificaciones variaban según las circunstancias económicas.

Lógicamente, en los años de malas cosechas era más fácil conseguir soldados, lo que daba como resultado que las recompensas fueran menores. En los años de buenas cosechas y bonanza económica, se ofrecía como gratificación hasta dos o tres escudos. El comisario de revistas, se encargaba de analizar cada nombre de la lista y cada una de las descripciones anotadas, para asegurarse de que el recluta se alistaba de forma voluntaria y que no lo habían sobornado para suplantar una identidad. Finalmente, firmaba una declaración, cerraba la lista y daba conformidad a que los soldados se dispusieran para la marcha.

En el proceso general de reclutamiento intervenían dos oficiales más: el veedor y el comisario de muestras. El capitán presentaba una lista de los soldados reclutados al comisario, que la examinaba y aceptaba o rechazaba a los hombres. Se voceaba el nombre de los alistados. El veedor examinaba con detenimiento cada relación y determinaba si los hombres presentados eran dignos de entrar en el ejército de los Austrias.

Una vez confirmados todos los detalles y aceptados los soldados, se los reunía para leer el código penal militar vigente y se enunciaban las posibles penas ante un mal comportamiento. Se les ordenaba levantar la mano derecha y jurar que aceptaban las ordenanzas.

Con este acto los reclutas se convertían en soldados bisoños e ingresaban en la compañía. Se abrían ante ellos todo un mundo de aventuras. Recibían una mensualidad de la paga, conocida como «soldada», que, normalmente, se solía destinar a la compra de las armas o del equipo. Esto lo aprovecharon algunos pícaros, que recibían los escudos y huían de la ciudad. De hecho, los días siguientes a recibir esa paga había muchas deserciones. Se calcula que para llevar al frente a unos 1200 hombres, había que reclutar 2000.

El reclutamiento no solía durar más de veinte días desde la llegada del capitán a la población. Se hacía rápido, para evitar esas deserciones masivas. Generalmente, el éxito de la leva estaba íntimamente en relación con la estación del año en que se ejecutase.

La época más favorable era el invierno, a poder ser, desde noviembre hasta marzo o abril. A partir de estos meses se hacía más dificultoso conseguir hombres, puesto que el campo castellano ofrecía posibilidades de trabajo.

Sobre las zonas de reclutamiento hay que aclarar que estaban condicionadas por la cercanía de los puertos. Se condensaban en las zonas de Castilla, especialmente en la Rioja, La Mancha, Madrid y sus cercanías. Valladolid también fue una ciudad que aportó multitud de soldados. Además, jugaban un papel protagonista el resto de ciudades que tenían presencia en Cortes, como Burgos, Toledo o Sevilla. La presencia en estas ciudades de la recluta para una compañía era un evento casi festivo. Por supuesto, la Corona de Aragón fue también un baluarte de vital importancia para conseguir soldados. De media, cada capitán levantaba 250 voluntarios, aunque en ocasiones podían llegar hasta los 500.

El soldado que ingresaba en los tercios solía tener 18 años; aun así, abundaban los aspirantes que mentían sobre su edad y, en las épocas de mayor demanda, no faltaron adolescentes para engrosar las filas. Hombres fornidos, de más de 15 años y menos de 50, sanos y dispuestos para la batalla.

El capitán buscaba que el soldado reuniera una serie de condiciones y que fuera lo más apto posible. Tenía que estar integrado en el tercio, solo podía jurarle a él y no podía marcharse sin el licenciamiento, sin importar los peligros futuros a los que se enfrentara.

Debía hacer todo lo que los oficiales le mandasen, en servicio de su rey, sin rehusar bajo ninguna circunstancia. Se buscaba que el soldado fuera buen cristiano y temeroso de Dios, obediente a los cánones de la Iglesia romana; no debía blasfemar, pues se consideraba pecado, tenía que estar rodeado de gentes de buen vivir, alejado de aquellos pícaros que aprovechaban cualquier ocasión para robar o desertar. No debía ser perezoso, sino curioso y estar dispuesto a cualquier aprendizaje. Atender al oficio de sus oficiales, para que, posteriormente, con el paso de los años, pudiera realizar sus funciones. No debía buscar afrentas con otros compañeros; en definitiva, tenía que ser un hombre capaz de servir en los tercios en toda circunstancia, respetando a sus compañeros, con honra y dispuesto a buscar la gloria compartida.


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