Las armas

La batalla de Marciano en Val di Chiana 1570-1571. Autor: Vasari, Giorgio. Fresco, 660 x 1740 cm. Palazzo Vecchio, Florencia.

Las armas.

Cuando el soldado llegaba a Flandes lo normal era que lo hiciera entrenado; lo que sí estaba siempre era perfectamente equipado, gracias a los depósitos de armas de Milán o Vizcaya.

Las armas de la Edad Moderna habían evolucionado de manera drástica. En la Edad Media, la caballería había conseguido un predominio extraordinario, solo eclipsado por el uso de la pica a finales del siglo XV.

La asumieron los tercios, divididos en piqueros, arcabuceros y mosqueteros, cada grupo con una función, una forma de luchar y, casi, un modo de vida propio. Según sus condiciones, el soldado iba destinado a portar una determinada arma, a la que fuera capaz de sacarle mayor rendimiento y mejor se adaptara. Los dispuestos y mas fornidos, eran piqueros; los gallardos servían como mosqueteros y los medianos y más menudos portaban los arcabuces. La combinación entre armas blancas y de fuego iba a ser el gran éxito que impulsara a los tercios a sus victorias.

Los piqueros eran el elemento fundamental de la infantería. Recibían su nombre por la pica, un asta de madera de gran longitud, que solía medir de media, unos cinco metros y medio. Se fabricaban de madera de fresno y podían llegar a pesar unos cinco kilos. Estaban rematadas con hierros en ambos extremos; por abajo con el regatón y por arriba por la moharra, una cuchilla que en la parte inferior tenía un tope transversal para poder retirar el arma después de haberla utilizado. El asta no era liso, sino abombado hacia el centro. La moharra podía tener forma de hoja de laurel, de olivo, de puñal o prismática.

La pica estaba concebida para frenar a distancia a la caballería acorazada. La forma de combate de los piqueros se basaba en muy apretadas, con las armas apuntando hacia afuera, como si se tratara de un erizo. En todos los escritos de la época se insiste en que el soldado debía estar firme, aferrado a la pica para asestar un severo golpe y sujetando el arma con fuerza para que el enemigo no la doblegase. El mejor modo de combatir era con el pie izquierdo adelantado y la pica lo más cerca del pecho, por encima del estómago. Con la pica apoyada en el suelo, se cogía con la mano izquierda la parte delantera del arma, hasta el codo de esa mano, y se pasaba el asta por debajo de la axila. En plena batalla, los soldados de los tercios utilizaban el vaivén de su cuerpo para ejercer un mayor impulso. Posteriormente, se entenderán mejor los sistemas de combate, pero adelantaré, que la pica se utilizaba de distintas maneras si el enemigo era infantería o si se trataba de caballería.

Contra la infantería, los piqueros avanzaban con la punta del arma hacia adelante, buscando especialmente la cara, que era la zona mas indefensa. Si el enemigo iba a caballo, la posición cambiaba, y debía apoyar la parte inferior del asta contra el talón de la pierna izquierda, para apuntar hacia el pecho de la montura.

La pica estaba considerada la reina de las armas, especialmente, durante el siglo XVI. El número de piqueros comenzó a reducirse en las formaciones de los tercios cuando ganaron importancia las armas de fuego, pero la pica no perdió su consideración hasta bien entrado el siglo XVII. En la actualidad aún resuenan frases propias de esos años como: «poner la pica en Flandes», «calar la pica» o «pasar por las picas».

El uso de la pica era molesto para el infante, tanto durante los desplazamientos, por lo que muchas veces se llevaban en los carros, como en el entrenamiento y el combate, pues era el arma que más fuerza y resistencia exigía. Era francamente embarazosa, aunque con prácticas ventajas. Cuando las picas se levantaban, se formaba en el escuadrón un auténtico muro que atemorizaba al enemigo y lo aislaba frente a él. Un escuadrón se mantenía intacto mientras las picas estaban en orden. Este efecto aislante sería trascendental para detener a la caballería de los ejércitos enemigos, aunque su mayor virtud residía en lograr la frustración del adversario, que se veía incapaz de romper esa muralla. Eso otorgaba a las picas una superioridad moral aplastante. El éxito del escuadrón de picas radicaba en el orden y disciplina de los soldados.

Había dos tipos de piqueros: los coseletes o picas armadas, y los piqueros secos o picas secas. Se distinguían por el equipo que portaban.


Los coseletes españoles llevaban una armadura básica preferiblemente blanca, bruñida, del color natural del material, puesto que se pensaba que su brillo podía cegar e intimidar más al enemigo. Algunas naciones, al contrario, la pintaban de negro. Combatían en las primeras filas de los escuadrones y estaban mejor pagados, ya que recibían una «ventaja», respecto a sus homólogos peor armados, a lo que se sumaba que, en ocasiones, los capitanes solían premiarles por ser los más destacados en una determinada batalla o hecho de armas. Eran los piqueros ideales.

Los coseletes debían de llevar, además de un morrión (el casco característico de los tercios) u otro tipo de capacete para proteger su cabeza, su coselete entero, compuesto de peto (con el que se cubría el pecho), y espaldar (para proteger su espalda), con protecciones para muslos, cuello, hombros, brazos y manos (escarcelas largas, gola, guardabrazos y manoplas, respectivamente). Morriones y coseletes podían estar grabados con filigranas y otros adornos. Cuanta más decoración tuvieran, mayor era su coste, lo que las convertía entre los soldados en un símbolo de distinción. Ninguna de estas protecciones estaba hecha a prueba de bala. No eran capaces de detener los proyectiles (todo dependía, de la distancia y de la fuerza), pero eran fundamentales ante ataques de armas blancas, pues permitían anular o reducir la importancia de las heridas. Cabe señalar que, para el siglo XVII toda esta armadura ya se había ido aligerando, para dotar al soldado de mayor movilidad.

En lo referente a las picas secas, debemos tener en cuenta que combatían prácticamente sin protección, salvo el morrión o lo celada; así obtenían mayor agilidad y libertad de movimientos.

Eran francamente útiles cuando se hacía necesario perseguir al enemigo, en los asaltos o en las acciones irregulares. Al ser escasa su protección, solían ocupar las posiciones interiores del escuadrón. Eran los soldados peor pagados de las compañías, ya que cobraban una ventaja por las armas que portaban. Solían ser bisoños, de hecho, los nuevos soldados servían automáticamente en estas plazas, hasta que se compraban el equipo suficiente para realizar otra función.

El empleo de piqueros decreció constantemente al aumentar eI uso de las armas de fuego, que dejaban obsoleto a un soldado con ese tipo protección y con una función tan marcada. Incluso, las ordenanzas de 1632 ya establecían que todos los piqueros colocarían el sobresueldo de coseletes, lo que explica el reducido número de picas secas que había por entonces.

Entre el resto de armas enastadas que portaban los soldados de los tercios destacan, en primer lugar, la alabarda que se blandía a dos manos, era mas corta que la pica y resultaba muy efectiva en el combate cuerpo a cuerpo. El asta de madera acababa en una guarnición de hierro puntiagudo que podía llegar a tener un tamaño de 30 centímetros. Cerca de su base, el hierro estaba cruzado por una veleta, una pieza cuya terminación tenía forma de hacha, por un lado, y por el otro acababa en punta. Su efectividad en enfrentamientos contra caballería era escasa y no tenían tanto alcance como una pica, por ello su uso en los tercios fue bastante reducido. Era la insignia y el arma fundamental de los sargentos.

Por último, entre las armas propias de los oficiales, aunque se usara de manera muy reducida, encontramos la partesana. Era una lanza compuesta por una hoja triangular, cuyas dos alas laterales acababan en forma de media luna, lo que le daba un aspecto muy semejante a la alabarda. También estaba la jineta, insignia del capitán, que era una lanza más corta, muy manejable, cuya punta solía tener forma de lágrima.

El arcabuz fue el arma de fuego portátil más utilizada por todos los ejércitos europeos, al generalizarse su uso en la primera mitad del siglo XVI. Desde el primer momento superó a otras armas medievales como la ballesta o el arco y, por su efectividad y su fácil manejo, su uso se hizo cada vez mas frecuente.

La aceptación del arcabuz conllevó un importante proceso tanto mental como militar. Solo los éxitos le granjearían su importancia a este arma de fuego. Su empleo suponía para el soldado nobiliario un auténtico choque, ya no existía una lucha en iguales condiciones entre quienes se batían a pie o a caballo, sino que igualaba a todos en el campo de batalla.

Las balas concentradas sobre las primeras filas abatían a los mejores soldados, situados en esa línea, lo que suponía un elemento desmoralizador para el resto de combatientes.

Hay que tener cuidado con la interpretación que se puede hacer del uso del arcabuz, pues en ocasiones se han sobredimensionado sus capacidades. Era un arma imprecisa y, sobre todo al principio, tenía muy poco alcance efectivo, aunque a su favor contara con que tenía un alto poder destructivo y requería poca destreza para manejarlo con eficacia.

Las partes principales de las que constaba un arcabuz eran el cañón de hierro, la caja de madera, la llave disparador, la rabera y rascador. El elemento principal era el cañón; fabricado a partir una plancha de hierro forjado, lo que hacía que fuera dúctil.

En las cercanías de la boca estaba aligerado, y en la parte de la cámara, reforzado, para soportar la inflamación de la pólvora y minimizar el peligro de que reventara.

En cuanto a las dimensiones, encontramos un problema que va a acentuar en el sentido práctico, no existía una medida estándar por lo que no siempre los arcabuceros de una misma compañía podían disparar con las mismas balas.

La caja del arcabuz, lo que hoy denominamos culata, se realizaba con madera noble para aumentar la durabilidad del arma y, sobre todo, para evitar que fuera demasiado pesada. Hay que tener en cuenta que el peso medio de un arcabuz rondaba los 5 kilogramos. Muchas de las cajas eran curvas, para dispararse desde el pecho, incluso muchos de los soldados trataron de modificar esta forma optando por ángulos rectos, hasta que acabó por Imponerse esta moda. Se consiguió controlar más el retroceso del Arma al apoyarla sobre el hombro.

El proceso para disparar era complejo. Se cargaba el arcabuz vertiendo la pólvora en el cañón, luego se introducía la bala, que se afirmaba con varios golpes de baqueta y se encendía una mecha que se colocaba manualmente en un trozo de hierro a modo de palanca, llamado serpentín, que se accionaba mediante el gatillo. Al pulsar este, la mecha prendía la pólvora de la cazoleta, situada en el lateral derecho, y se producía una explosión que disparaba bala. Este fue el sistema mas utilizado durante esta época, pero con el paso del tiempo llegaron nuevas innovaciones, como la llave de chispa, que se convertirá en la estándar para las armas de fue del siglo XVIII.

En cuanto a las municiones, era necesaria pólvora, la pelota (así se llamaba a la bala) y la mecha. Normalmente los soldados se fabricaban con moldes sus propias balas, que no llegaban a pesar más de diez gramos cada una. Los moldes se entregaban siempre junto a las armas, y luego la Corona proporcionaba la cantidad de plomo necesaria, que variaba en función de las circunstancias La víspera de las batallas, por ejemplo, se entregaba una cantidad mayor. La pólvora se fabricaba a base de salitre, azufre y carbón lo que provocaba que el humo generado fuera totalmente negro y que los campos de batalla terminaran bajo una tupida capa de niebla. En muchas ocasiones, en el momento de la lucha, faltaba pólvora, y no era posible reponerla con rapidez. Solucionar ese problema era vital, tanto para la supervivencia de los soldados, como para la victoria. Cualquier cuerda servía para fabricar las mechas que encendían los arcabuces, solo en situaciones esporádicas, especialmente en los sitios, llegó a faltar. Como equipo básico, los arcabuceros llevaban dos tipos de recipientes para la pólvora. Un frasquillo, que contenía pólvora de grano muy fino y que se usaba para cebar la cazoleta y accionar el disparador, y un frasco más grande, con pólvora no tan refinada, que era la que se introducía junto a la bala en el cañón del arma. En la mayoría de los casos, se recomendaba que parte de toda esta pólvora se llevara en frascos pequeños con capacidad para una carga, lo que además de permitir la repetición del disparo de manera más fácil y rápida, aumentaba las posibilidades de éxito al tener la pólvora dosificada. Solían ser doce frascos que se colgaban con pequeñas cuerdas de una bandolera de cuero cruzada sobre el hombro. Su número hizo que se ganaran el apelativo de «doce apóstoles». Las balas solían llevarse en bolsas de cuero.

En la práctica, el alcance útil de un arcabuz a comienzos del siglo XVI, no superaba los cincuenta metros, por lo que habitualmente se disparaba a poca distancia del enemigo, para que tuviera un mayor efecto. Con el paso del tiempo la tecnología mejoró, y se consiguió un alcance algo superior, aunque sus disparos nunca fueran efectivos más allá de los 100 o 130 metros.

Además, tenía una cadencia de fuego bajísima, lo que suponía un auténtico inconveniente. Para acelerarla, los soldados intentaban acortar todo el proceso. Era frecuente no utilizar la baqueta para comprimir la pólvora con lo que el disparo perdía gran parte de su eficacia. Si un arcabuz se disparaba con demasiada frecuencia en muy poco tiempo, se recalentaba, lo que también afectaba a su efectividad. Por todas estas circunstancias, se recomendaba que los arcabuceros combatieran cerca de piqueros que les sirvieran de protección ante un posible ataque de la caballería enemiga mientras cargaban el arma.

El arcabucero era un soldado polivalente, muy útil en la combinación de armas que tanto éxito dio a los tercios españoles. Su figura ganó importancia con el paso del tiempo, y lo llevó a convertirse en el principal elemento ofensivo de los tercios. Se distribuían en el combate en mangas, una formación que permitía gran movilidad para abrir fuego sobre el enemigo y refugiarse después en el escuadrón de picas.

No se puede hablar del arcabuz, sin hacerlo del mosquete, un arma de fuego muy similar, pero más pesada y fuerte. No se conoce forma exacta y precisa su origen, pero se piensa que pudo empezarse a utilizar en Italia o España a principios del siglo XVI. En sus inicios se empleó como una pieza de artillería ligera para defender fortificaciones. Así empezaron a usarlos los españoles en los presidios del norte de África. Fue el duque de Alba, en 1567, durante su ruta hacia Flandes, quien ordenó entregar a cada compañía de infantería española quince mosquetes, que tenían que dispararse apoyados sobre una horquilla de madera acabada en su punta en forma de «U», cuya medida alcanzaba el metro y medio.

Podemos entender al mosquete como el hermano mayor del arcabuz. Las principales diferencias entre ellos eran sus dimensiones, las prestaciones en combate y su manejo, pues su peso rondaba los 8 o 9 kilogramos. Era un arma muy lenta, hacían falta unos 28 movimientos para cargarlo y dispararlo, lo que requería varios minutos. A cambio era muy potente, pues podía llegar a matar a un hombre a varios metros de distancia. Sin embargo, en la mayoría de los casos, algo podía salir mal. Si se ponía demasiada pólvora, el cañón podía estallar. Si no se ponía suficiente, la bala quedaba muy corta. Si la carga de pólvora era la adecuada, podía suceder que estallara sin prender. Además, estaba el percance mas corriente: que la mecha se apagara en el momento más inadecuado.

Arcabuceros y mosqueteros se equipaban de manera muy parecida. Llevaban capacete, gola de mayas, jubón, calzas acuchilladas y, colgados del hombro, los «doce apóstoles». Igualmente, arcabuceros y mosqueteros, crearon su propia jerga con expresiones que quedaron en el uso de cotidiano como «calar la cuerda», que significaba aplicar la mecha encendida para disparar.

En cuanto a las armas blancas, todos los soldados portaban una espada que debía ser buena y cortante, de dimensiones que permitieran desenvainarla fácilmente cuando se llevara ceñida. En principio, no debía de medir más de 95 centímetros, pero muchos soldados las poseían de mayores dimensiones ya que eran de mayor efectividad en los duelos. Se sujetaba con una correa ajustada de la cadera, para que no se desplazara durante la marcha o el combate. Las espadas que utilizaban los soldados de los tercios eran más flexibles y ligeras que las medievales. Se empleaban tanto en los duelos como en el combate cuerpo a cuerpo. Por ello, no tenía la forma de una espada medieval, sino que disponían de un tazón o cazoleta para proteger la empuñadura y la mano. Servía para cortar y pinchar, como un cuchillo. Toledo era la capital principal para la fabricación de este tipo de arma, se convirtió en un centro fundamental que cobró fama mundial. El combate con la espada se hacía de perfil y en continuo movimiento. Era el arma noble por excelencia; tenía una simbología muy potente, debemos considerarla, en este tiempo y contexto, más como elemento de defensa personal, que como una herramienta de ataque. Aun así, era muy útil en los asaltos y combates a menor escala, o en lugares cerrados.

En relación con el uso de la espada, el tipo de soldado que se gestó en los primeros pasos de los tercios fue el rodelero. Su denominación se debía al uso de la rodela, un escudo de forma circular u ovalada con el que se protegía. Eran tropas que empuñaban también la espada, y sus funciones se concentraban en el asalto durante los asedios o el reconocimiento de la zona de combate. Sin embargo, conforme pasó el tiempo, perdió su importancia, arrinconado por las picas y los arcabuces, que limitaban mucho sus cometidos.

Entre las armas blancas también estaban las dagas, cuyas dimensiones podían ser las de un tercio de la espada, con punta y, casi siempre, con filo. Para los soldados españoles del siglo XVI era un complemento obligado que podía sacar de más de un apuro. Solían ser de hoja lisa o con un canalillo central para que corriera la sangre. Los jefes y caballeros las solían llevar al lado derecho o cruzada sobre la pretina, sin embargo, los soldados siempre las llevaban sujetas al cinturón de la espalda, a la altura de los riñones, de manera que pudiera sacarse fácilmente con la mano izquierda, por lo que me generalizó el nombre de daga o espada de mano izquierda, para referirse a ellas. Servían especialmente de complemento para la espada y su función se relacionaba también con el hecho de rematar enemigos gravemente heridos, por lo que se la conocía de manera coloquial como «misericordia». A comienzos del siglo XVII se empezaron a popularizar las dagas de vela, que tenían un elemento de metal, de forma triangular, para la protección de la mano y se adornaban con ricos damasquinados.

Todas las armas las proveía el monarca, pero las pagaba el soldado con su sueldo. Lo mismo ocurría con las municiones. Además de esta munición real, cada uno podía comprar y utilizar armas más personalizadas. Los pedidos se hacían generalmente mediante intermediarios especializados con los que se establecía un contrato de suministro. Estas armas, garantizaron el éxito de los tercios. Combinadas adecuadamente, permitieron crear un instrumento de guerra casi invencible.


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