Su adiestramiento e instrucción

Soldado Español con pipa. Autor: José Ferre-Clauzel. Óleo sobre lienzo, 41 x 33 cm.            II Tercio de Asturias. Autor: Ferrer Dalmau, Augusto. Óleo 43 x 31 cm.

Su adiestramiento e instrucción.

Los bisoños recién llegados no tenían una formación estipulada, con un determinado tiempo de duración, sobre el arte de la guerra. Sin embargo, se insiste en los tratados de la época en la necesidad de adiestrar y enseñar a los soldados en el uso de las armas, especialmente en su paso por Italia, para hacer de los bisoños auténticos soldados profesionales.

Será entonces, durante su estancia en las fortalezas y viviendas de los reinos italianos, cuando dedicarán parte de su tiempo al desarrollo de esta tarea de aprendizaje.

La estancia en las guarniciones italianas la marcaba la vida cotidiana, fundamentada en las guardias, el aprendizaje y las relaciones sociales con los naturales. El tiempo de permanencia de los soldados podía ser mayor o menor, dependía de los conflictos militares y la necesidad de hombres en los frentes de batalla de la Monarquía Hispánica.

Las ordenanzas dictadas en esta época preveían que, salvo en caso de extrema necesidad, el soldado tenía que aprender el oficio antes de entrar en batalla, con el fin de que estuviera capacitado para luchar. La enseñanza e instrucción había comenzado en el mismo momento de su alistamiento, donde el bisoño tenía que observar a los veteranos, así como entender todo lo que sucedía a su alrededor.

Muchos reclutas se veían obligados a incorporarse directamente a las filas en activo, bien porque debido a su educación anterior conocían el manejo de las armas, bien porque lo imponían las necesidades del momento, aunque, en este segundo caso, se instruían con el mismo proceso de observar a los veteranos, ya que la mejor escuela de armas era la propia guerra. Al fin y al cabo, sentir el miedo de la batalla, no ser capaces de controlar todo lo que sucede y ver de frente al enemigo eran sensaciones y vivencias que solamente se podían entender en el momento del combate. Con la excepción de los soldados que se veían en la necesidad de entrar en combate de inmediato, la vida de guarnición suponía la posibilidad de adquirir preparación en las mejores condiciones. En ese sentido, Italia, por sus condiciones específicas, se convirtió en un auténtico centro de adiestramiento.

La disciplina era un factor decisivo cuando no se estaba de servicio. Se debía procurar que el infante no cayese en la pereza y la ociosidad. Se intentaba controlar el tiempo libre, para evitar que lo usaran a su antojo. En las guarniciones se organizaban ejercicios que ocupaban buena parte de la vida de los soldados.

Entre ellos había unos destinados a proporcionarle la resistencia física necesaria para que pudiera hacer frente a las fatigas de la vida en campaña y darle la agilidad y destreza necesarias. Se proponían carreras, luchas, saltos y lanzamientos de barra y dardos. En los tratados de los primeros años del siglo XVI se insiste en la idoneidad de estos ejercicios concretos, pues su utilidad práctica en el campo de batalla se plasmaba en adelantarse al enemigo, alcanzarlo cuando huía y, especialmente, para sobrepasar todos los obstáculos propios de una batalla, como podían ser fosos, acequias o paredes. La fuerza, además de la agilidad, era una condición necesaria, por la cantidad de peso que debía de soportar el soldado.

En este compendio de entrenamientos que podía tener el soldado de los tercios, resulta muy curioso cómo hay un creciente interés por el aprendizaje de la natación. Especialmente tendrían que practicarla al vadear ríos, actividad muy frecuente en Flandes por su situación geográfica. Resultaba básico el enseñar a portar el arma principal. El infante bisoño, una vez la tenía, se ejercitaba con ella. Era su gran valedora, ya fuera pica, arcabuz, espada o mosquete. Además de la principal, el soldado tenía que conocer el resto, especialmente su funcionamiento, para comprender cómo actuaban en el campo de batalla y, en momento de necesidad, utilizarlas en caso de haber perdido la suya en combate. Estaba totalmente prohibido cambiar de arma sin licencia de los oficiales, si no era en condiciones u ocasiones muy especiales. Todo lo anotaba el veedor. Hay que tener en cuenta que los soldados pagaban de su bolsillo la pólvora que gastaban, por ello, las prácticas de tiro no se hacían de forma periódica. Las balas y la pólvora eran demasiado caras como para malgastarlas cuando no había enemigos a los que dispara. Los soldados aprendían a combatir sin una reglamentación que indicara las prácticas semanales o diarias, así que, cuando las hacían, realizaban los movimientos necesarios para cargar y disparar, sin emplear las reservas de pólvora. Aun así, muchos tratadistas consideraba imprescindible el tiro al blanco.

Para el ejercicio en el uso del arma, al menos durante buena parte del siglo XVI, se utilizaba material que pesaba el doble que la original y se entregaba, en sustitución de la espada, un bastón plomado también mucho más pesado. Se hincaba entonces un tronco en el suelo, de tal manera que sobresaliera algo más de un metro, al que sometían a bastonazos, como si se enfrentaran al enemigo con la espada. Así aprendían a golpear en la cabeza, en el rostro, en las piernas o en el cuerpo, sin olvidar la forma de cubrirse. Gracias a esta práctica, al utilizar las armas originales les resultaban mucho menos pesadas.

En la instrucción, la enseñanza principal era la posición que debía guardar el recluta y las filas en que había de posicionarse. El capitán debía salir de la guarnición cada ocho días con toda su compañía para enseñar el arte de «escuadronar». Se le ordenaba a la compañía que marchara, se le enseñaba a guardar el orden, a calar las picas, cómo debían utilizar las armas y en qué momento podían replegarse o avanzar. Era un ejercicio muy habitual, útil para preparar lo que ocurriría en el campo de batalla. Se utilizaba con frecuencia «el caracol», es decir la formación de cinco hombres, y otras maniobras, para juntar y separar a la tropa con rapidez.

Hay documentación de la época que entiende al adiestramiento desde un punto de vista distinto, o al menos con una función doble. El hecho de que los soldados tuvieran todos estos ejercicios, pruebas, misiones y guardias, conllevaba que estuvieran ocupados y que no derivasen en actitudes violentas hacia la población. Se quería al infante en constante actividad, con el patrón de conducta, obediencia y disciplina.

El tambor y el pífano, que marcaban los ritmos de la batalla, debían de aprender a tocar cada uno de ellos. Y, a su vez, los soldados tenían que aprender a reconocer cada uno de los toques, pues eran la forma de transmitir las órdenes, que debían de seguirse al milímetro. La coordinación era fundamental para obtener la victoria. De nada servía estar perfectamente preparados para la batalla, pero luego no tener orden ni concierto. Una de las premisas más importantes dentro de la enseñanza de combate era el severo control que sobre la ruptura del silencio se hacia en las tropas españolas tanto en marcha como en combate. El bisoño comprendía rápido que debía estar en silencio absoluto, no solo para que las órdenes se transmitieran de forma eficaz con los tambores, sino también por un factor psicológico, pues se entendía que el ruido transmitía flaqueza de animo y la posibilidad de huida. El resultado de esta curiosa normativa era un ejército que en campaña atacaba, vencía y avanzaba en profundo silencio. El efecto sobre el enemigo debía ser aterrador.

En este periodo de formación, además de reconocer los sonidos de la guerra y el ejercito, tenia que aprender a distinguir las banderas, como ya se ha dicho, confeccionadas al gusto de los capitanes con colores muy diversos, pero siempre con el aspa de Borgoña como elemento fundamental. Tanto en orden cerrado en campaña servían para reconocer y localizar en todo momento a los compañeros. Además, eran símbolos de identidad, pues cada unidad tenia la suya, y su perdida ocasionaba el deshonor.

El cargo principal durante el adiestramiento era el sargento mayor, que además de mostrarles cómo hacer las guardias, debía esmerarse para luego ver el resultado de su labor en la batalla. El cabo era el encargado de que la escuadra estuviera completa y perfectamente ordenada; además, debía mostrar cómo tirar con arcabuz y enseñar las practicas con la pica. El sargento, explicaba a los soldados cómo debían de portar las armas y cuales eran sus posiciones. Entre los oficiales, que debían dar las órdenes oportunas, servir como ejemplo a los soldados e iniciarles en estas practicas, los capitanes eran los encargados de enseñar el uso efectivo de las armas combinado con las formaciones. Es decir, su función se relacionaba con hacer entender a los bisoños qué es lo que debían de hacer en cada momento y mostrarles las distintas acciones de ataque según las condiciones y medios de la batalla. También los tambores tenían su propio maestro que era el tambor mayor, capacitado para comprender cada uno de los toques de todas las naciones que podían integrar el ejercito de la Monarquía Hispánica.

Este sistema de adiestramiento, además de ser una escuela de guerra, tenia un valor añadido. La instrucción, a veces metía miedo a los reclutas, y un cierto número de ellos desertaba. Eran los llamados «tornilleros», un fenómeno poco frecuente pero que existió. Cuando los soldados ya estaban integrados en las guarniciones, desertar de la plaza suponía la posibilidad de sentar plaza en otro lugar y recibir el socorro que se daba a los muchachos que se alistaban, realizando luego la misma operación en otro lugar donde se estuviera reclutando gente. Este fenómeno trató de perseguirlo la Administración, pero fue una practica imposible le controlar. Para evitar deserciones masivas, se reguló la pena de muerte, con la que se querían evitar todo tipo de desordenes v picarescas.

Además de todos estas enseñanzas y entrenamientos físicos, se realizaba la instrucción moral de las tropas. Desde su salida de la Península, al soldado bisoño le incluían en la tropa como uno más, y durante las comidas los oficiales aprovechaban para hablar con ellos, para exaltar su defensa de la catolicidad, del rey y de la nación, con lo que reforzaban su lealtad al ejército. Se establecían lazos familiares, como bien hemos dicho, en los que el capitán ejercía como un autentico padre y el alférez exaltaba sus emociones. Los soldados llevaban un proceso de aprendizaje de la vida en camarada, de compartir los beneficios y las desgracias, peligros y pertenencias. Estos vínculos de amistad eran muy beneficiosos en cualquier situación. Estos lazos afectivos repercutían Positivamente luego en el campo de batalla. Además de toda esta instrucción en las armas, posicionamientos y reconocimientos de tambores y banderas, los soldados letrados dedicaban parte de su tiempo a la escritura. En efecto, la presencia de escritores va a ser una constante dentro de los tercios. Tanto tratadistas militares, cómo poetas o novelistas podían verse envueltos en las guerras y conflictos de la Monarquía Hispánica.


El Siglo de Oro ofreció dramaturgos de la talla de Lope de Vega, novelistas extraordinarios cómo Miguel de Cervantes o poetas como Francisco de Quevedo. Todos, como hombres de su tiempo, se acabaron comprometiendo en la defensa de los intereses de la Monarquía Hispánica. Al igual que cualquier reclutado, estos genios de las letras quisieron participar de la vida militar por honor, reputación o por plena convicción. Cervantes, Garcilaso, Lope de Vega o Pedro Calderón de la Barca fueron soldados, defendiendo su fe católica y a la Monarquía Hispánica con su pluma, pero también con la espada.


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