Un campamento de los Tercios

Soldiers Bivouacking (Soldados acampando). Autor: Snayers, Pieter. Óleo sobre tabla, 72,7 x 104,5. The Metropolitan Museum of Arts.

Un campamento de los tercios.

Una vez los soldados en Bruselas, quedaban emplazados en guarniciones o, en la mayoría de los casos, marchaban directamente a una campaña, dada la actividad frenética de la guerra.

Las viviendas, castillos, fortalezas y otras guarniciones, tenían presentes a la milicia. Los flamencos convivían con los españoles de manera cotidiana.

El ejército que llegaba a los Países Bajos utilizaba cualquier recurso para su supervivencia. En unas tierras en las que no debía ser nada sencilla la supervivencia, el frío, la lluvia y la dureza de la guerra curtían a los jóvenes y martilleaban a los veteranos. Sin duda alguna, la experiencia que se vivía en esos tiempos en los Países Bajos solo podía arreglarse con un pedazo de gloria en campo de batalla.

Había españoles emplazados en guarniciones de Flandes que daban protección a las plazas. Las fijas eran Gante, Cambray y Amberes. En ellas solo había españoles. En total, con cuatro capitanes, y contando artilleros y soldados, podía haber unos 1600 efectivos entre todas.

Esta situación suavizaba el alojamiento en las casas particulares. Los flamencos también tenían en ellas a soldados cuyas condiciones y requerimientos eran los mismos que en las anteriores jornadas.

Serían espacios de convivencia, de unión entre la población civil militar que se forjará con matrimonios y, también, lugares de conflicto y de enfrentamientos. Flandes vivía una guerra en la que todos lo sectores de la población se implicaban de una forma u otra.

En el momento en que el joven soldado se dirigía por fin al campo de batalla, ya habían pasado multitud de meses desde su salida de España. En ellos había acumulado todo tipo de experiencias y enseñanzas, vitales para su supervivencia en Flandes.

Al toque de tambor, los soldados tenían que recoger y formar en escuadrón. Se iniciaba la marcha. Por regla general, en vanguardia siempre iba una compañía de arcabuceros, seguida a unos doscientos pasos por el grueso de la unidad. A retaguardia, cerrando filas, se situaba la otra compañía de arcabuceros, encargada de apremiar a los rezagados. Cuando la marcha se realizaba en campaña, entre el grueso del ejército se colocaban las mujeres, los vivanderos y el bagaje. En situaciones puntuales, cuando la marcha tenía que ser rápida, mujeres, vivanderos, personal auxiliar y bagaje se quedaban atrás, cargándose los carros solo de vituallas. Había un profundo deseo de mantener el orden a toda costa. Los soldados caminaban en silencio; los alféreces llevaban enarboladas las banderas y todos seguían el ritmo que marcaban tambores y pífanos.

Solo el maestre de campo y el sargento mayor iban a caballo; el resto de oficiales caminaban junto a la tropa. Había una serie de paradas previstas para que esa ciudad en movimiento repusiera fuerzas y bebiese agua. El ejército avanzaba durante todo el día, hasta la caída del sol. Durante la noche podían abundar los peligros y el alojamiento dejaba mucho que desear, especialmente en lo que a provisiones se refiere. Se debía de tener un exquisito cuidado ante los posibles ataques del enemigo. Desplazarse suponía sufrir auténticos padecimientos. Había que soportar la lluvia y el barro, tan presentes en Flandes, comer un mendrugo, un poco de vino y, si Dios lo quería, una porción de tocino o queso.

La principal característica de un campamento es ser una construcción efímera, con la misión de dotar a las tropas de los medios necesarios para la supervivencia. Existían tratados que versaban sobre su disposición. Era un auténtico arte. Se estudiaba su forma, los servicios de que debía disponer o la organización del espacio. Eran verdaderas ciudades fortificadas.

La competencia en materia de alojamiento era de los maestres de campo, quiénes, como supervisores del asentamiento, contaban con auxiliares. Sus colaboradores más cercanos eran los sargentos mayores, los furrieles mayores y los furrieles de cada compañía. Una vez más, como en cualquier acción o movimiento del ejército, nada se dejaba al azar. Todo un entramado pensaba y ejecutaba la perfecta colocación y ordenación de estos campamentos.

Los oficiales mencionados eran los encargados de adelantarse a las columnas en marcha y apoyarse en buenos conocedores del terreno o guías locales, para la organización posterior del campamento.

Cuando llegaban al lugar planteado para acampar, lo primero que hacían era reconocer el terreno. Los acompañaban ingenieros, un teniente de artillería y un piquete de gastadores. Se adelantaban lo suficiente como para que estuviera todo preparado cuando llegara la tropa, normalmente, antes del anochecer.

También el médico del tercio se incorporaba al grupo para juzgar la localización elegida. Tenía que analizar la salubridad del aire y de las aguas próximas. Otras consideraciones eran la existencia de tierras de pasto para los animales o la facilidad de defender la posición en caso de ataque.

Según la mentalidad de la época, acampar en un lugar alto facilitaba la salubridad, pero suponía mayores dificultades para el pasto y la obtención del agua. Además, se conducía peor a la tropa y al bagaje y eran lugares fáciles de atacar para los enemigos. Si se acampaba en las laderas no se obtenía tampoco una posición segura, las tropas podrían sufrir un ataque en cualquier momento y la defensa se hacía muy complicada. Además, si no se ocupaba el llano se padecía la misma falta de agua que a mayor altitud. Al asentarse en llano se debía tener en cuenta que no fuera un espacio inundable por las lluvias o la nieve, ni que fuera un terreno arcilloso, que con la lluvia pudiera ser intratable.

Con todas estas premisas, el maestre de campo elegía el lugar de acampada de acuerdo con las circunstancias y los condicionantes geográficos. Las exigencias variaban en función de la composición del ejército y la importancia de la caballería. Un lugar ideal podía ser aquel que estuviera en una llanura, cerca de un rio y de un bosque, para también poder disponer de leña.

Elegido el emplazamiento se delimitaba el perímetro y se procedía a la división del terreno, misión también a cargo de maestre de campo o del furriel mayor.

Los campamentos se dividían en tres partes o espacios con funciones determinadas. La plaza de armas era el puesto de reunión, de formación y de alarma. Existía otro lugar para los vivanderos y sus carros de vituallas y, por último, se dejaba un espacio para las unidades. Estas particiones no se llamaban cuarteles, sino trozos, que eran los que marcaban la extensión, rodeada de algún atrincheramiento cuyo contorno señalaban los ingenieros mediante delgados postes blancos unidos por un hilo grueso e hincados en tierra.

La forma definitiva del campamento no podía perjudicar su utilidad. No podía ser muy estrecho, «porque la estrechura puede constipar demasiado a los soldados», ni muy espacioso, «porque no se extiendan más de lo que conviniere señalado a cada nación».

La plaza de armas era fundamental. Debía ser espaciosa para permitir poner a toda la gente en batalla en caso de alarma. Si eso ocurría, todos los soldados tenían que acudir con la pica en las manos o el arcabuz al hombro, en completo silencio, para poder escuchar las órdenes precisas y mantener la disciplina. Había armas, especialmente las defensivas, como espaldar, capacete y otras piezas, que requerían de tiempo para ponérselas, por lo que en el momento que sonaran los redobles de tambor, los soldados debían acudir prestos a la llamada, solamente con las armas ofensivas. Además de ser un espacio de reunión, en la plaza de armas estaba el cuerpo de guardia, lo que exigía tener una hoguera siempre encendida, para que en caso de alarma se pudieran prender las mechas de los arcabuces.

A la hora de acuartelarse, siempre se procuraba que todas las naciones estuvieran separadas para evitar choques entre los soldados, riñas que podían costar vidas. Otra de las funciones de la separación era que, en caso de saltar un motín, no se solidarizaran unos con otros y que los castigaran con la muerte, sin ser escuchados.

Cerca del fogón, que se colocaba en el frente principal, a cuatro pasos, comenzaban las tiendas o barracas, que tenían una determinada disposición. Se situaba en primer lugar el alférez de cada compañía, que en caso de que se tocara la alarma debía salir corriendo para llegar el primero y proteger la bandera. A la tienda del alférez seguían las de los soldados; remataba la del sargento, para que estuviera cerca del capitán, de quien recibía las órdenes, cuya tienda se situaba a veinte pasos de la del sargento, en la misma línea, frente a la retaguardia. Entre una tienda y otra se dejaban tres o cuatro pasos, lo que permitía hacer zanjas cuando lloviera, para evacuar el agua. La limpieza de estos alojamientos era una premisa básica y fundamental a la que exhortaban todos los tratadistas.

La composición del campamento era en hileras, una tras otra, lo que daba sensación de igualdad, aunque algunas fueran más cortas que otras, según el número de compañías que hubiera. Detrás de las tiendas de los capitanes, a unos quince pasos, estaban la del maestre de campo y la del sargento mayor. La primera en el costado derecho y la otra en el izquierdo.

Después de las tiendas, a relativa distancia, se situaban los vivanderos encargados de proveer al ejército en marcha y, en un amplio espacio, la capilla, que albergaba las cofradías de cada tercio y en la que se recogían de noche el capellán y los mayordomos de éstas.

Detrás de todos, estaban las tiendas de los paisanos que seguían a la fuerza militar. Muchos eran profesionales de todos los oficios existentes y algunos estaban aprovisionados de mercaderías. Cerraba el campamento el puesto de guardia de retaguardia.

Entre las hileras de tiendas se colocaban los horcones o armeros colectivos, que eran armazones firmemente clavados en el suelo con doble o triple travesaño paralelo, a diferente altura, para reposar en ellos las picas, los arcabuces y los mosquetes. Solo se permitía que los soldados tuvieran las armas en su tienda, si llovía de forma copiosa. Los horcones facilitaban preparar las armas, sin necesidad de pasar revista. Las picas debían tener las puntas limpias, cubiertas con su funda, con sus astas de madera derechas y pintadas para su protección. Los arcabuces y mosquetes debían estar clavados, y no podían faltar en los horcones situados en los puestos de guardia. Construcciones muy importantes eran los hornos o cocinas de que disponían cada compañía. Se situaban todos juntos, en forma de hilera, rodeados de un pequeño muro de tierra o tepes, para evitar que alguna chispa pudiera incendiar una tienda. Dentro del campamento eran curiosas las mesas de juegos, cercadas mediante un foso que recordaba la prohibición de pasar a los no militares. Se solían situar en la vanguardia, a la altura del cuarto horcón de las armas. Solo se permitía jugar durante un determinado horario, fuera del cual se recogían los dados y los naipes. Eran mesas de madera, donde los soldados jugaban entre ellos para evitar pugnas con los civiles que los acompañaban. Las mesas también se utilizaban para efectuar las pagas, tras pasar la correspondiente revista.

Si era necesario, la tropa podía dormir al raso, pero la mayoría de veces se montaban las tiendas con materiales de ocasión, acompañados de ramajes o paja. Cada camarada se hacía la suya en el sitio designado por su furriel. En las tiendas volvían a concentrarse los camaradas, que unían sus esfuerzos para sostenerse o creaban vínculos de lealtad y ayuda mutua.

La importancia que se daba a las camaradas era extraordinaria. Los soldados, por si solos, no podían pagar los gastos de su manutención, pero gracias a este sistema se repartían entre todos y se cubrían las necesidades básicas. Si el soldado caía enfermo también le ayudaban sus camaradas.

Cuando se montaban las tiendas, los camaradas se encargaban de que el rancho tuviera olla y plato de cobre, después de haberlas transportado durante todo el camino. Uno se ocupaba de que no faltase comida para echar a la olla, de hacer la lumbre y guardar la ropa. El resto iba a por leña, paja o lo que fuera necesario. Cada uno tenía su propia misión.

Una vez ya establecidos, se procedía a organizar un sistema de seguridad que dificultara la incursión enemiga. El campamento se rodeaba por un foso y una empalizada, de diferente tamaño según las circunstancias del momento. Se ponían bancos vueltos del revés, con picas de hierro agudo; troncos de madera sin desbastar, o, incluso, cilindros de madera atravesados por puntas de hierro. Era un sistema que se fue perfeccionando y que se complementaba con piezas de artillería colocadas en el talud de la empalizada, dirigidas hacia los lugares por los que pudiera llegar el enemigo. Se dejaban dos accesos o puertas, uno en la vanguardia y otro a retaguardia. Ante ellos se instalaba un cuerpo de guardia, a 70 u 80 pasos, de manera que nadie saliera del campamento sin ser visto. Se llevaba a cabo toda una obra que consistía en cavar fosos, levantar trincheras o poner carros en el contorno.

Con todo organizado, se daban las normas de seguridad e higiene. Se establecía un lugar para las letrinas, normalmente alejadas del campamento y señalizadas mediante un mojón, pero siempre a la vista de los centinelas. Había un especial cuidado en que los caballos y otros animales muertos fueran enterrados, para evitar la corrupción del aire. Por supuesto, los matarifes tenían prohibido que la sangre o los desechos de los animales sacrificados fueran a parar al agua que abastecía el campamento. Finalmente, se bendecía todo el emplazamiento y se recordaban los castigos y penas impuestos a aquellos soldados que se saltaran el fuero militar. Los tambores eran los encargados de vocear estos bandos para aquellos que no sabían leer ni escribir. El bando era la ley del campamento.

La seguridad descansaba en la guardia. Los sargentos mayores acudían a la tienda del maestre de campo para determinar que banderas entraban a hacer guardia esa noche y en qué lugar se pondrían los soldados. Las compañías de picas se ocupaban de las guardias nocturnas y los arcabuceros de las diurnas. La distribución se hacía a la caída de la noche, para que el enemigo no pudiera descubrir sus posiciones. También se daba una contraseña.

Si el alojamiento se atrincheraba, la guardia se ponía en las trincheras que constituían el muro, aunque sobrepasara los 70 pasos reglamentarios. También podía ocurrir que hubiera en el interior fosos o montículos de tierra, por lo que la guardia no iba más hacia allá, aunque hubiera menos de 60 pasos de distanciara.

Además de los cuerpos de guardia, había centinelas a unos 30 pasos de estos. Eran dos. Uno podía pasear mientras el otro vigilaba, lo que evitaba que alguno pudiera quedarse dormido. Eran los encargados de informar a los oficiales sin que se perdiera la posición.

Después de este muro de centinelas dobles, a unos 30 pasos de distancia, se encontraba un centinela solo. Su misión era informar a los centinelas dobles en caso de alarma. Solamente se daba la voz de alarma cuando estos tres centinelas, de forma conjunta, se ponían de acuerdo ante la posible llegada del enemigo. Tenían un santo y seña para dejar pasar a aquel que se acercara al campamento, que se debía pedir sin excepción.

Durante la noche, la guardia se hacía totalmente en silencio. Si era estrictamente necesario hablar se debía hacer en voz baja. Por último, estaba el centinela «perdido», que podía ir a pie o a caballo y se movía en las proximidades del enemigo. Advertía de las salidas o de que el adversario levantaba el campamento en secreto. Buscaba información privilegiada que sirviera para lo que estaba por venir. Este servicio ponía en grave peligro al que lo ejecutase. No conocía la contraseña, lo que evitaba que la dijera bajo presión si era capturado. Para ser reconocido, debía firmar al volver al campamento.

Si saltaba la alarma, los centinelas no podían moverse de su puesto, salvo que se lo mandara un oficial. Sin embargo, si el centinela divisaba un peligro o la llegada del enemigo se retiraba rápidamente hacia el cuerpo de guardia, para formar de inmediato un escuadrón con los soldados de los cuarteles alertados. Mientras, el resto de centinelas se mantenían en su puesto.

El número de soldados que hacían las guardias dependían de la situación del momento y la posición del ejército respecto al enemigo. Por regla general, solían descansar 75 hombres de cada 100, aunque en ocasiones puntuales la guardia podía llegar a ser la mitad o más del efectivo total.

El bagaje y las municiones se vigilaban con especial atención. Como resulta lógico, estas últimas eran supervisadas solamente por piqueros, para evitar que los arcabuceros pudieran prender fuego a la pólvora y ocasionar un auténtico desastre. Entre las funciones de la guardia, aparte de vigilar la posible llegada del enemigo, se encontraba evitar que las prostitutas entrasen en el campamento. Si se encontraba alguna, se las debía echar de inmediato, y si su presencia se repetía se les castigaba cortándole las faldas por las rodillas. Esa era una de las órdenes que el sargento mayor debía procurar que se cumpliera.

Otra norma que imperaba en el funcionamiento del campamento, era que los vivanderos no podían vender más tarde de las 9 de la noche. A esa hora cerraban sus tiendas y apagaban las luces. Los vivanderos tenían la guardia muy cerca, para que en caso de robo o alguna treta pudieran avisar con urgencia.

La estancia en estos campamentos podía prolongarse durante días. La vida en ellos se basaba en que unos pocos hombres hacían guardia, mientras el resto descansaba en sus tiendas, preparaba el rancho o pasaba largas horas en las tiendas de los vivanderos, donde había mesas y sillas. En ese ambiente, los soldados contaban historias, se esparcían rumores sobre el futuro enfrentamiento, se examinaban las posibilidades del enemigo o se dedicaba tiempo a oraciones y misas. Todo, sin dejar de estar preparado para el combate.

La situación de la guerra marcaba la hora de levantar el campamento. La víspera se emitía un bando que notificaba la partida. Los preparativos se iniciaban antes de que los primeros rayos del sol anunciaran el nuevo día, para partir al alba. Tocaban los tambores y todos se reunían en la plaza de armas. Luego se allanaban las trincheras y el grueso del ejército iniciaba la marcha en formación, cada uno en su posición. Cuando todo estaba en orden, la artillería y el bagaje, se ponían en movimiento. En la batalla, esperaban a partes iguales la muerte y la gloria.


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